El canto humano es único. Nuestros sonidos
sirven para comunicarnos, pero también para sanarnos.
El canto no parece obedecer a ninguna
determinación biológica. El canto parece el dibujo de la voz, el uso libre de
las cámaras respiratorias y los resonadores del aparato fonador, en oposición
al uso “interesado” de nuestra fisiología para funciones básicas de respiración
y comunicación. Cantar trasciende la inmediatez de la comunicación y agrega un
excedente expresivo, capaz de articularse musicalmente.
Probablemente la primera canción articulada
por el ser humano fue el canto materno: no existe dios más irascible ni difícil
de aplacar que un bebé humano con sueño o con algún tipo de incomodidad. El
canto aplaca a la pequeña bestia antes de que ésta irrumpa en el lenguaje: no
son las palabras lo que lo reconforta sino el sonido libre, la melodía, las
pausas y los silencios entremezclados que le sirven de andamiaje.
Pero la música también fue capaz de incitar a
la guerra y a la crueldad: los tambores y las cornetas acompañaron a los
batallones para marcar la regularidad del paso de la destrucción; los himnos
que conmemoraban las matanzas eran entonados a coro por multitudes fervorosas.
¿Podemos decir que el canto que conmemora las
guerras y el canto que tranquiliza y conforta a los niños por la noche
participan de una naturaleza común? Probablemente no: hay un canto social, de
la fiesta y la identidad común y hay un canto capaz de ser una voz vibrando
entre diversos planos de la realidad, con la capacidad de modificar sus
fronteras.
El canto de los chamanes y médicos de
numerosas tribus humanas ha sido grabado y estudiado como documento
antropológico o simplemente como curiosidad artística, sin que la ciencia
moderna cuente con herramientas del orden de la sensibilidad para analizar por
qué los cantos tradicionales consiguen efectos concretos en los creyentes. Se
trata de una facultad milagrosa, como la gracia que recibe cualquier creyente
de cualquier religión cuando se entrega por completo a su dios, sin importar
cuál sea.
El canto, para la cosmovisión de quienes lo
practican como terapia ritual, es capaz de movilizar diversos tipos de energía
estancada, de revertir el curso de maldiciones, así como de cambiar el ritmo de
la suerte.
Se trata probablemente de una pauta mnémica
que remite al cerebro a un estadio previo al nacimiento (toda sala de
conciertos tiene un aura de útero), a una calma antes de la irrupción del
lenguaje y del nombre.
Un canto montado en una voz que se va apagando
a medida que surge. ¿Un aria de ópera será menos curativa que un canto
tradicional mixteco? ¿O la música que es capaz de sanarnos habla del lugar
donde cada uno coloca lo sagrado?
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